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La caza con hurón

Como cada año, al comienzo del mes de agosto se abría la veda de caza del conejo de monte. Era de marcada afición en la zona esta práctica con la ayuda de hurones, los parientes domesticados de los turones. Una tradición que pasaba de padres a hijos y en la que cada familia tenía sus propios trucos y artimañas que guardaban con celo y que cuidaban de no mostrar a los temibles rivales.

Rivales que después en el bar, presumían de tener el mejor “jurón”, que es como se le llamaba en la zona y que era capaz de sacar de sus madrigueras en una sola mañana a tantos y tantos conejos.

Andresín, nunca había sido diestro en el arte de la caza, en ninguna de sus modalidades. A decir verdad, él sólo era diestro en el arte de comer. Ni siquiera en el buen comer, tan sólo en zampar a destajo, algo que mostraba generosa y abultadamente su figura, de enormes mofletes rosados, barriga redonda medio estrangulada por un delgado cinturón y un descomunal culo que hacía temblar hasta a las inanimadas sillas donde lo dejaba caer. Aún así, el chico se manejaba con soltura y movía con agilidad aquel apretado cuerpo.

Como todo hijo de vecino, hasta que murió su padre, lo acompañaba y aprendía de aquel arte. Su progenitor era un afamado cazador que puso todo su empeño cada temporada de caza en enseñar a su pequeño Andresín, aunque el chico siempre andaba más pendiente del reloj para ver cuando sus agujas, marcaban la hora del desayuno para dar cuenta del bocadillo de lomo de orza, que cariñosa y abundantemente preparaba su madre.

Aquello enfurecía a su padre pero al final no le quedó otro remedio que aceptarlo y cambiar el lance de caza por un día de excursión por el campo, en plena naturaleza, donde desayunarse algunas viandas al aire libre.

Como decía su padre: –Si no puedes con tu enemigo, únete a él.
Al partir su padre en ese viaje que nadie quiere hacer demasiado pronto, Andresín, entre una mezcla de añoranza, siguió haciendo lo que hacía con su querido progenitor y la costumbre de aquel pueblo. Continuó practicando aquella modalidad de caza, a su manera, claro está.

El hurón es un animal que ha de ser mimado y muy manoseado durante todo el año para que llegado el momento en el que hay que agarrarlo para introducirlo en las madrigueras, no reparta bocados a diestro y siniestro, teniendo al cazador como un compañero y no lo vea como a un enemigo. Así, llegada la temporada de caza, el animal se dejaba coger mansamente y acudía a la llamada de su amo.

Andresín, como es de suponer, no había vuelto a acercarse al animal desde la temporada anterior, en la que ya se llevó algún que otro aviso de que la amistad entre ambos estaba en un estado dudoso. Ni tan siquiera era él quién alimentaba al pequeño animal sino que lo hacía siempre, protestando, la Tomasa.

Ese primer domingo de caza, Andresín saltó de la cama, o como habría dicho su padre si viviera, se desparramó por un lado hasta tocar el suelo con los pies. Tenía una idea bien clara en su cabeza y no era el hurón precisamente. El olor a panceta a la plancha que subía hasta su dormitorio le había provocado un triperío que hizo que se le abriesen los ojos de golpe. Salivaba, se relamía e imaginaba ese bocadillo de lomo de orza enterrado en mayonesa.

–¡Madre! –vociferó mientras a la pata coja intentaba subirse el segundo pernil del pantalón. –Fríale unos ajos también que luego me viene el regustito y me gusta más.

–Pero que animal eres hijo mío. Si hubiésemos criado un cerdo por cada uno de los años que tienes…

–¡Gracias madre! ¡Ya bajo madre!

Un fuerte olor a pachuli invadió la pequeña casa. La Tomasa, mirando al cielo, movía la cabeza de un lado a otro.

–Pero Andrés de mi vida y de mi corazón, todavía no te has enterado que si te echas colonia espantarás a los conejos.

Y él, con una amplia sonrisa, agarró el zurrón y contestó: –Ya, pero esto no se me escapa.

Cogió el rejón donde llevaba el hurón que su madre le había preparado y tras un beso en la frente, se largó hacia el monte.

–Menos mal que no caza con escopeta –pensó la Tomasa –si no, hoy no
estaba segura ni la mismísima guardia civil.

Andresín, sólo tenía memorizados los lugares donde paraba con su padre a la hora del bocadillo. Se encaminó hacia una loma donde había bastantes madrigueras de conejo, junto a una gran encina que les daba sombra mientras desayunaban. En poco tiempo, estaba sentado entre los vanos del viejo y agrietado tronco y al refresco de sus tupidas ramas, dando cuenta de las sabrosas viandas que con cariño le había preparado su madre, la Tomasa.

Menos de un suspiro duró el pan, convenientemente enredado entre panceta y lomo, en la boca de Andresín. Un sorbo de agua para ayudar a bajar la bola hasta su panza y se sentó a reposar. Mientras, el pobre hurón no quitaba ojo al muchacho que posiblemente lo viera más como algo a lo que temer que a su dueño.

El muchacho, quedó preso de un sopor y se recostó sobe el gran tronco. Tan profundamente dormido quedó que hasta su mente tuvo la tranquilidad de pararse a soñar y, en que otra cosa no emplearía aquella cabecita el tiempo sino en pensar en comida.

De pronto, se vio Andresín frente a una sartén de buen tamaño con un rico arroz caldoso, entreverado con generosas tajadas de conejo de monte. Aquel olor tan rico que emanaba de cualquiera de los guisos de su madre, le hizo salivar tanto que menos mal que despertó, si no, se habría ahogado.

Con una tos algo forzada y escandalosa, se incorporó, cogió el rejón de su hurón y se encaminó hacia el terraplén de enfrente visiblemente agujereado por los conejos. Aquel sueño tan bonito había que hacerlo real. Hincado de rodillas se dispuso a hacer uso de toda la sabiduría heredada de su padre. Aunque, a decir verdad, como él no había prestado atención a los lances de caza, poco podría haber aprendido.

Para que el hurón no diera muerte al conejo dentro de la madriguera, había que embozarlo. Tarea ésta para la que había que contar con cierta pericia pues, aunque se le suponía manso, no había que olvidar que al embozarlo había que colocar la boca del cazador a escasos centímetros de la del animal, que sintiéndose agarrado podría actuar de cualquier manera.

Con una cinta de cuero, se preparaba un bozal para la boca del animal. Mientras que con una mano se sujetaba al hurón, con la otra se agarraba un extremo del cierre. Para terminar de cerrar el bozal, se cogía entre los dientes el otro extremo y se tiraba en sentido opuesto al de la mano, quedando la boca del pequeño mustélido aprisionada e impedida para dar muerte a los conejos.

Así, lo único que conseguía el pequeño cazador era asustar a las presas que salían cegadas por el miedo por las bocas de la madriguera, donde esperaba impaciente el dueño del hurón.

La teoría estaba clara pero la práctica para Andresín quedaba a años luz.

Ya resultó un problema sacar al pequeño animal de la “saca” donde quedaron impresos un par de bocados como advertencia.

No obstante, eran tales las ganas de comerse el guiso de conejo que había imaginado y que sus tripas habían coreado, que agarró entre sus manazas a la criaturita, sujetó con una mano uno de los extremos del bozal y, cuando se disponía a cerrarlo con ayuda de sus dientes, “¡zas!”, el animal se revolvió y le enganchó los labios con sus afilados incisivos.

El joven Andresín, se quedó paralizado por la inesperada reacción del hurón y sujetándolo por el abdomen se incorporó. La presión sobre los labios era enorme y su primera idea fue tirar para alejarse de tamaño dolor. Más cuando iba a retirarlo de su boca pensó:

–Si tiro del “jurón” y me desgarro el labio, me puedo desangrar.

La flojera se apoderó de sus piernas, tanto que las hizo temblar. Con el animal entre sus manos, apretando cada vez más sobre sus doloridos labios, más aún cuando él le proporcionaba algún descuidado apretoncillo en su diminuto cuerpecillo, empezó a dar vueltas y más vueltas.

Giraba en torno a un lentisco, alrededor de una cornicabra, de una mata de coscoja… La estampa era de risa: un chaval más grande que un carro con un hurón enganchado de los labios.

En un golpe de lucidez, pensó: –Si le retuerzo un dedo del pie, lo mismo abre la boca y me suelta –Dicho y hecho. Agarró la pata del animal y le practicó un giro en uno de sus pequeños dedos. Tan efectivo fue que apenas había comenzado a girar el dedo cuando el animal se soltó del labio buscando la mano del chico. Éste, al verse liberado del labio soltó a su pequeña pesadilla que aprovechó para alejarse de Andresín.

Que contentos estaban ambos. A uno ya no le dolía tanto el labio y al otro, el pie. Confundido, el chico se sentó sobre una piedra. Se había librado del hurón pero también lo había perdido. Y lo que aún era peor, ya no habría estofado con conejo.

Mientras pensaba y pensaba en todo lo que acababa de ocurrir, por el camino que venía desde el pueblo vecino apareció el señor Luis, un vejete de piel curtida por el sol y de una sabiduría especial aprendida en las largas jornadas de campo. Sentado de medio lado en una pequeña burrita, iba de paseo a visitar a unos parientes del pueblo del chico.

–¿Con quién te has peleado Andresín? –preguntó preocupado.

–¿Yo?, con nadie señor Luis, con nadie.

–¿Seguro?

–Tan seguro como que tengo hambre –sentenció el chico.

–Y entonces…¿Esa sangre que decora a lagrimones tu labio y tu camisa de qué es?

El pobre chaval no se había percatado con los nervios, pero el bocadito del animal había hecho sangrar su labio y había teñido de rojo una buena parte de su ropa.

–¡Ah! ¿Esta sangre? Pierda usted cuidado señor Luis, me ha mordido el jurón.

–Ja ja ja –rió el anciano –pero si los hurones no muerden, ¡son mansos!

–El mío no, puede estar seguro –dijo mientras estiraba su camisa para ver el nuevo estampado que su pequeña mascota le había procurado. Quizá lo he descuidado un poco a lo largo del año y ha perdido la mansedumbre, se enojó y me ha regalado un bocado en el labio, pero nada más.

–Si quieres te lo amanso Andresín –dijo el curtido señor haciendo amago de bajarse del burro.

–No se baje. Para amansarlo tendríamos que hacerle sufrir, ¿verdad?

–Un poco Andresín, un poco. Pero estos bichos no tienen memoria para el dolor y enseguida lo olvidan.

Bueno, si algo supera mi hambre continua es mi afán por no dañar a los animales por gusto. Me mordió por no haber cuidado de nuestra amistad. Mejor lo entregaré a un centro donde cuiden de él. No tiene culpa. En todo caso es mía.

–Como quieras Andresín, tú mismo. Pero… el que muerde una vez, muerde una segunda.

–Gracias señor Luis, pero este no va a cazar más.

El anciano encaró la burra hacia el pueblo, se despidió y se alejó dejando al chico mirando pensativo a su mascota.
Con la cabeza en otra parte, pensando en la reprimenda que le echaría la Tomasa, recompuso su vestimenta, como intentando esconder las evidentes señales que su hurón le había regalado. Morral al hombro, encaminó sus pasos hacia su casa.

Al encuentro de sus pasos, los conejillos asomaban sus orejudas cabezas. Parecían tener una mueca risueña, quizás pensando:

–Ahí va Andresín, el cazador sin caza. El comilón sin cena. El niño grande de corazón mayor.

Y silbando cualquier tono inventado, se alejó por el sendero camino de casa.

 

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Las aventuras de Andresín: La caza con hurón
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Las aventuras de Andresín: La caza con hurón
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