Bienvenidos. Aquí tienes una nueva historia basada en las aventuras de Andresín que Explora Natura trae para ti.

 

Las vacaciones de verano

Como todos los años en julio, llegaban a San Marcos de la Jara los forasteros. Aquellos que por motivos diversos, tuvieron que abandonar el pueblo para ir a buscar su porvenir a la ciudad y ahora, volvían de vacaciones. La mayoría venían de Madrid o Barcelona y trataban de hacerse los finos cuando entraban en la tiendas o se tomaban algo en el bar. Aquella forma de hablar era motivo de burlas y risas entre la gente del pueblo, que solían tener unas expresiones muy de ellos y un ligero tonillo en el habla con el que parecían estar cantando. Aunque es verdad que las burlas siempre eran en tono cariñoso, pues en San Marcos, todos se conocían y muchos estaban emparentados.

Una de las casas que lindaban con la de Andresín, era la de don Wenceslao. Un constructor que vivía en Córdoba y que no faltaba a su cita con el pueblo en las fechas más señaladas. Su casa contrastaba con la vecinal donde vivía el joven. Tenía un hermoso zaguán revestido de mármol rojo de las canteras de Cabra y en el interior, una bonita fuente de piedra caliza
con peces de colores.

Este señor tenía dos hijos algo más jóvenes que Andresín, Felipín y Currillo y en el pueblo tenían cierta fama ganada a pulso de traviesos. Eso era algo que le encantaba al hijo de la Tomasa, que celebraba con aplausos cada vez que veía aparecer el coche de don Wenceslao con ellos dentro.

Aunque Andresín tenía fama de travieso, sus ideas giraban casi siempre en torno a la comida. Sin embargo, los cordobeses, que es como lo conocían en el pueblo, gastaban bromas en ocasiones pesadas que más de una vez, avergonzaron a su madre y provocaron que su padre calentara la piel de su cinturón sobre sus traseros.

Felipín era degadillo, oscuro de piel y, aunque no era bajito, así lo parecía al lado de Currillo, que con sus casi dos metros y su pelo largo, parecía que era el mayor de los dos.

Sus travesuras habían sido bastante comentadas en ocasiones y a veces, el pobre Andresín que los acompañaba a todas partes, también había salido perjudicado.

En una ocasión, acabaron calentados a cinto por el padre y posteriormente a alpargata por la madre cuando en la piscina, le bajaron el bañador al hijo del alcalde, Fernandillo, delante de las niñas de los campamentos de verano. Además eran muy dados a levantarle las faldas a las chicas y a poner cubos de agua o harina sobre las puertas de entrada a los lavabos de la caseta de la feria.

Andresín no tenía esa maldad y nunca participaba de las travesuras ideadas por los cordobeses, pero al final siempre se veía envuelto por acompañarlos.

Y es que los momentos de risas que habían pasado juntos, eran únicos.

A parte de eso, Felipín y Currillo tenían una hermana muy guapa que siempre traía algún que otro regalito para Andresín. Chocolatinas con forma de moneda, gominolas, caramelos y eso era el punto débil del muchacho.

En esta ocasión, la hermana se había quedao en la capital y en su lugar habían traído a un amigo de los chicos. Aunque su nombre era Ricardo, los chicos le llamaban “Socio”, cosa que él odiaba y siempre protestaba: –¡Me llamo Ricado!

Aunque los forasteros eran muy de traer modas, los cordobeses siempre se dejaban asesorar por Andresín a la hora de buscar divertimento y, ese año, el chaval les tenía algo bueno de verdad.

–¿Qué pasa gordi? –Dijo Felipín abrazando al hijo de la Tomasa.

Que le insinuaran como gordo era algo que molestaba siempre a Andresín, a pesar de ser muy consciente de que lo estaba. Pero viviendo de sus amigos no era tomado como insulto.

–Pues aquí, como siempre. Ahora trabajo en el Ayuntamiento, ¿sabes?

–¡Estupendo! Me alegro por ti. –Exclamó Currillo. –Y ¿Tienes algún negocio interesante?

–¡Claro! Este verano tenemos piscina particular. ¿Os acordáis de doña Servanda? Su hija a encontrado trabajo en los Madriles y se ha ido con ella hasta que encuentre un sitio donde alojarse.

–Si, ¿y su marido? ¿No es ese del bigote grande? ¿El que tiene cara de malas
pulgas? –Preguntó con cierta preocupación Felipín.

–El mismo, pero ese, cuando llega de encerrar el ganado, se enchufa al vinete y ya no existe. –Le respondió Andresín.

–Esperemos. Que este año nuestro padre ha venido desde Córdoba advirtiéndonos que como hagamos alguna trastada no tenemos paga en lo que queda de año. –Dijo Currillo.

–Pero, ¿habrá algo más, no? –Preguntó Felipín que no era muy amigo de bañarse.

–¿Tú que crees? Tarde se nos está haciendo.

–Mira Andresín, este es el Socio.

–¿De quién? ¿Vuestro? –Preguntó Andresín.

–Ja, ja, ja ¡Qué tontorrón eres! Es su mote porque siempre usa esa palabra.

–Hola. –Dijo Andresín extendiendo su mano.

–¿Qué pasa socio? –Respondió el nuevo y todos se echaron a reir.

Sigiendo la ruta marcada por el anfitrión, tomaron rumbo hacia la zona alta del pueblo, donde el agua del río de la Plata regaba las fértiles huertas de San Marcos, entre empujones, zancadillas, collejas y risas.

Y así, din darse casi ni cuenta, la tarde fue apagándose hasta que el grupo se volvió pardo como los gatos en la noche.

–¿Y qué vamos a hacer? A mí informadme que yo no conozco esto y estoy fuera de mi medio. Que yo soy de ciudad. –Dijo Ricardo dirigiéndosea Andresín.

–Pues, primero vamos a colarnos en el cementerio y…

–¿Cómo? –Preguntó pálido el joven urbanita mirando a los cordobeses.

–Yo, yo, yo no entro de noche en el cementerio.

–Ja, ja, ja. –Rieron todos.

–Tranquilo hombre, que estamos al otro lado del pueblo.

–Os lo digo de verdad. Ahí no entro ni muerto.

–Ja, ja, ja. Pues es precisamente como vas a entrar, pero no hoy. Vamos a darle un tiento a los cogollos del tío Camilo. –Dijo Andresín.

En un periquete estaban en la huerta delante de un hermoso plantel de lechugas atadas.

–¿Cómo las cabras? –Preguntó Currillo.

–Así mismo, ja, ja, ja. –Contestó el San Marqueño.

–Un momento. –Interrumpió muy serio el socio amigo de los cordobeses. –¿Qué tiene de divertido comerse una lechuga por la noche? ¿Dónde está el chiste?

–Muy sencillo Riqui. –Respondió Felipín indicándole con la mano que bajase el tono de voz para no ser descubiertos. –Nos ponemos a cuatro patas, como las cabras. Les quitamos la gomilla que sujeta sus hojas, nos comemos lo de dentro y volvemos a poner la goma. Verás que cara ponen cuando lo vendan en el marcado ja, ja, ja.

–¡Ostras! –Exclamó el nuevo del grupo tirándose al suelo a cuatro patas.

Ni que decir tiene que Andresín ya había dado cuenta de cuatro cogollos en el tiempo que duró la breve explicación. La noche discurrió tranquila entre brevas, cerezas y ciruelas robadas de los propios árboles, hasta que, cuando andaban subidos a la higuera del tío Camilo, las luces de la casa se encendieron y los mastines se plantaron a pie de árbol, tirando bocados al aire y con la vista clavada en los furtivos chavales.

–¡Vaya, vaya! –Exclamó Camilo. –Mira que gorriones más gorditos hay posados en la higuera. Estos serán los que se comen toda la fruta del huerto. ¡Julia! –Llamó a su esposa. –¡Trae la escopeta que esta noche cenamos
pollo!

Ricardo, Felipín y Currillo se pusieron muy nerviosos y comenzaron a gritar piediendo auxilio presos del pánico, mientras que Andresín seguía dando cuenta de los dulces frutos que se le desparramaban por la comisura de los labios.

Entonces, el tío Camilo se dio cuenta de quien era el único que, no sólo no se había inmutado ante la amenaza de los disparos al aire, sino que seguía alegremente engullendo las brevas de dos en dos.

–¡Faltaría más! –Exclamó, –¡El hijo de la Tomasa! Pero hombre Andresín. ¿Con la de higueras que hay en el pueblo y tienes que venir siempre a esta? Sabes que no me importa que cojan los vecinos algunos higos, pero es que tu vales por cincuenta de ellos.

Los chicos, algo más tranquilos al comprobar el tono más amigable del paisano, no daban crédito a sus ojos. Andresín seguía y seguía comiendo.

–Disculpe usted, tío Camilo. –Respondió el joven con la boca atorada. Es que pasábamos por aquí, pero sólo de paso y estos querían probar los higos.

–¿Estos? –Preguntó el anciano.

–¿ Nosotros? –Corearon los forasteros.

–Bueno, nos vamos que mañana hay que trabajar. Muy buenas tiene usted las brevas este año. Saludos a su mujer.

El tío Camilo miró hacia las estrellas suspirando y los chicos enfilaron la Cuesta del Garrote hasta la plaza del pueblo.

–¡Tío, Andresín! –Le recriminó Felipín. –¿Por qué le has dicho que era cosa nuestra?

–Y, que más da. –Si tú te vas en tres semanas y yo me quedo. Mejor la culpa para ti. –Dijo Andresín riendo a carcajadas.

–Claro, y si se lía a tiros. –Dijo aún temblando Ricardo.

–Si se lía a tiros no hubiese importado de quien era la idea. Además, yo sabía que no iba a disparar. –Dijo cruzando los dedos.

–Bueno, mañana a las ocho, cuando se vaya la calor, nos vemos en la plaza que seguro que ya estará en el pueblo el resto de la pandilla.

Y chocando las manos, cada uno se metió en su casa.

–¡Andrés! – Exclamó la Tomasa. –¿Cuántas veces he de repetirte que no salgas al campo con la camisa blanca de ir a trabajar?

No luces nada con lo que me cuesta comprarte la ropa. Mira como la traes de chorreones. ¿Y esas pintas? ¿Has estado comiendo brevas? Te vas a poner el doble de tonel que estás. ¡Hambrón, que eres un hambrón!

Andresín, con la panza repleta de su fruta preferida, se recostó sobre su catre de madera que crujió hata casi romper su estructura de nogal y cerró los ojos plácidamente.

Al día siguiente, siguieron llegando más y más forasteros al pueblo y entre ellos, el resto de la pandilla de verano.

Los rubios, Vivi y Coque, que les llamaban así porque tenían el pelo casi como el trigo de verano. Rumualdín, que aunque había nacido en San Marcos, se había marchado de jovencito a tierras gaditanas. También Rafalillo, el hijo del electricista del pueblo de al lado, al que apodaban el “Rápido”, porque siempre llegaba tarde a todas partes. El menor de los hijos del encargado de las obras del Ayuntamiento, Mai, con su voz ronca que le daba un aire gruñón. Y por último, Chechu, gran aficionado a buscar setas entre los álamos de la zona.

Cuando aquella trupe andaba junta, temblaban las huertas de los vecinos. Y a pesar de ser todos más jóvenes que Andresín, se lo pasaban de miedo con él, pues, sería más mayor en edad, pero se le ocurría cada travesura a cual más divertida.

Aquella tarde fueron hacia la parte de la viña de los Guardias Civiles. Por aquellas fechas estaban algo verdes y ácidas pero era algo que no les importaba mucho, sobre todo a los rubios.

Andolotear por aquella zona de huertas era bastante seguro salvo si lo hacían por la ribera del arroyo de la Jarca. Allí abundaban las acequias de riego y los pontones para atravesar el arroyo. Solían estar muy descuidados y por tanto tenían cierto peligro. A veces era más seguro dejarse caer por la ladera del riachuelo, que intentar cruzar apoyando los pies sobre los tablones de cualquiera de los puentes.

El joven grupo, se conocía la zona al dedillo, con una experiencia que había sido labrada en no pocas caídas por aquellos terraplenes. Bueno, todo el grupo no. Ricardo, el chico nuevo, era la primera vez que visitaba el pueblo y, lógicamente, aquella zona.

Si de día ya era complicado moverse entre los sembrados, la ribera y los plantones de almendros, de noche era toda una amalgama de peligros si no se conocía el terreno. Bloques de barro seco como melones que invitaban a tropezar y dejarse la barbilla estampada en algún otro terrón. Laderas de grava suelta donde las chanclas que solían llevar los chicos en verano, se escurrían como si estuviesen cubiertas de grasa. Ramas bajas de los almendros y otros frutales que parecían haber sido colocadas a la altura de los ojos a propósito para arrear
guantazos a cada paso…

Aquel viaje a oscuras, sólo iluminado en contadas ocasiones por una pequeña linterna, le parecía de lo más emocionante a Ricardo. Como chico de ciudad, nunca había hecho nada parecido, donde se desprendía tanta adrenalina.

–Ssshhh –Se decían constantemente cada vez que alguno tropezaba

–¡Qué nos van pillar!

Y a continuación se oía el comentario del chico nuevo bromeando: –Mira Felipín, como cuando estábamos en Vietnam.

Al principio les hizo mucha gracia a todos, e incluso Andresín dejó de comer albaricoques por un momento atascado por la risa.

–¡Qué cosas tiene el socio! Ja, ja, ja.

Tras haberse zampado las uvas de una de las parras de don Fabrique y dar cuenta de algunos frutos que encontraron por el camino, marcharon hacia las piscinas municipales. La idea era clara. Saltar la tapia y bañarse como Dios los trajo al mundo.

Algo bastante sencillo para todos menos para Andresín. Con sus kilos de más, era toda una odisea elevar aquel cuerpo serrano por la tapia hacia arriba. Al final, siempre necesitaba la ayuda de la chavalería que, a base de empujones en aquel enorme culo, lograban alzarlo hasta coronar el muro de piedra. Era entonces donde comenzaba el segundo problema, dejarse caer sin estrellarse contra el suelo. Entre risas y algún pedete que se le escapaba a alguno con el esfuerzo, lograban bajarlo con tan sólo algún pequeño arañazo de los restregones contra la pared de piedra.

–Anda hijo –Protestó Chechu –Como no adelgaces, aquí no volvemos.

–Como lo sabes, Chechu. La próxima vez vamos a cualquier estanque de riego, con sus ranas y sus algas, que seguro que nos trae más cuenta. –Recriminó Rumualdín dándole una patada en el culo de broma a Andresín, que aún andaba recomponiendo su vestimenta.

El joven, conocía bien las instalaciones y mientras que algunos ya estaban metidos en el agua en pelota picada, él se fue a preparar una posible vía de escape. De la zona de vestuarios se agenció una escalera que apontocó contra el muro por si tenía que salir pitando.

–No vale tirarse de bomba. –Comentaba Rafalín cuando una enorme figura con paso torpe pegaba un descomunal panzazo. Andresín, que no sabía nadar muy bien, asomaba la cabeza agitando los brazos para todas partes intentando mantenerse a flote.

–Oeeee. –Gritaron todos dejando al hijo del electricista con la palabra en la boca y saltaron a la piscina.

–¡Como cuando estábamos en le Vietnam, Felipín!

Ya empezaba a cansar el socio con la cantinela de Vietnam y, alguno que otro, sopló un poco harto.

Tal era el escándalo formado por el grupo que al final, el coche de la policía, con don Bastián al volante, paró junto a la puerta.
Sebastián, al que todo el pueblo le había recortado el nombre, era un hombre muy bruto y los zagales del pueblo le tenían pánico. Sobre todo a sus famosos tirones de orejas con los que solía arreglar casi todo.

–¿Quién anda ahí? –Dijo mientras intentaba abrir el candado de la cancela con la única ayuda de la luz de una pequeña linterna. Era el problema de esas instalaciones. Estaban a las afueras y la iluminación era muy excasa.
Entre cuchicheos, caídas y empujones, salieron del agua, cogieron sus ropas y, como fueron entregados al mundo, saltaron la tapia.

–Ay, uy, ostras, me pincho, buff, ah… –Era lo único que acompañaba los torpes pasos a oscuras de los pies descalzos.

Siguiendo a Andresín se dirigieron veloces hacia la pontana del arroyo de la Jarca. Temerosos por ser perseguidos por don Bastián, iban callados intentando no ahogarse por la falta del oxígeno que se estaba echando en falta por el esfuerzo, sobre todo por Andresín, que sus engordadas carnes le estaban pasando factura y sudaba como un pollo de feria y apenas podía respirar.

Todos estaban acostumbrados a ser perseguidos, así que, si bien corrían fatigados por el esfuerzo, no estaban presos del pánico, aunque era la primera vez que tenían el aliento de don Bastián sobre sus cogotes y había que reconocer que la presión era notable. Sin embargo, Ricardo, el chico nuevo, estaba pálido como la pared. Tanto, que casi su silueta se podía distinguir en la negrura de la noche.

Él era dicharachero, un poco caradura y echado para adelante, como muchos de los que habitaban en las grandes ciudades.

Pero en el campo y de noche, el pobre no era ni su propia sombra. Siempre pegado al que llevaba delante, casi rozándolo y procurando en todo momento no quedarse en último lugar. Incluso el sonido de sus propios pasos, se le antojaba como el gruñido de terribles fieras que les perseguían. Y así, tropezando y tropezando, seguía la marcha de sus compañeros como podía.

De vez en cuando, como intentando disimular su miedo, soltaba su frase favorita: –Como cuando estábamos en el Vietnam Felipe.

Al llegar a zona segura, comenzaron a vestir sus cuerpo, ahora llenos de arañazos y magulladuras. El menor de los rubios, había perdido un calcetín y Rafalín, había doblado las patillas de las gafas.

–Ahora verás cuando se entere mi madre. –Dijo un tanto preocupado.

–Pues no se lo digas. –Gruñó Mai con una sonrisa que se pudo ver incluso en la absoluta oscuridad.

–Claro, ahora me presento yo sin gafas que veo menos que un gato de escayola y que le digo, si lo mismo ni la veo: –¡Madre, un milagro!

–Ja, ja, ja… –Rieron todos.

–Bueno, ¿os apetecen unas naranjitas? –Preguntó Andresín.

–Jolín chaval. –Protestó Vivi. –¿Todavía tienes hambre? Después del sofoco que llevamos… Vámonos ya y mañana seguimos.

–Está bien. –Aceptó Andresín.

Y todos se encaminaron hacia el pueblo.

Al llegar a la pontana del arroyo, como de costumbre, decidieron dejarse caer por el terraplén hasta la otra orilla en vez de atravesar aquel viejo puente. Lo habían hecho decenas de veces, quizá un ciento, y todos menos Ricardo sabían que una piedra a media cuesta, les servía para apoyar el pie y reducir la velocidad antes de continuar el descenso.

El primero en bajar, Andresín, como siempre. A pesar de sus kilos, lo hacía con gran soltura. Y tras él, el resto.

Con la pequeña linterna les iba alumbrando. Unas veces a los pies y otras a la cara. Simplemente por fastidiar.

Llegado el turno de Ricardo, se dejó caer sin más y, cuando llegó a la altura de la piedra de frenada, al no saber nada sobre ese detalle, tropezó y voló hasta estrellar su cara contra el barro. Se hizo el silencio y Andresín, con la linterna, buscó su cara siguiendo el rastro que dejaba el llanto del chaval. La cara, negra de lodo y roja de sangre por los arañazos.

Andresín, con su particular gracia se le acercó y dijo:

–Mira Felipe, como cuando estábamos en el Vietnam.

–Ja, ja, ja… –Todos rompieron en risas. Todos menos Ricardo, Claro.

 

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Las aventuras de Andresín: Las vacaciones de verano
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Las aventuras de Andresín: Las vacaciones de verano
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